Por Pablo Tigani*
La historia reciente de la Argentina está atravesada por fracturas que no cierran. El colapso institucional de diciembre de 2001 no fue una anomalía ni un accidente, sino la consecuencia lógica de una arquitectura económica dogmática, una tecnocracia arrogante y una dirigencia política sin proyecto.
En aquellos días, la política abdicó de su rol transformador y quedó reducida a la administración desesperada del desastre. Dos décadas después, las analogías con el presente son tan elocuentes como perturbadoras.
La experiencia del gobierno de Javier Milei, aunque distinta en su estilo y legitimidad electoral, reproduce elementos estructurales del mismo paradigma; la subordinación de lo político a la lógica del mercado, la deslegitimación del Estado como actor social y la desarticulación del tejido institucional bajo consignas de eficiencia y libertad individual. Este artículo busca releer el proceso que culminó con la caída de Fernando de la Rúa no como un capítulo cerrado, sino como una advertencia no escuchada.
Fernando de la Rúa llegó al poder prometiendo “una salida honesta”. Pero heredó una economía sin oxígeno, un Estado sin herramientas y una coalición política fracturada. Su decisión de convocar a Domingo Cavallo como ministro de Economía --el mismo artífice de la Convertibilidad-- fue la confirmación de que no había un proyecto alternativo.
La política se convirtió en mera administración de la catástrofe. En diciembre, frente al avance de las protestas, De la Rúa declaró el estado de sitio. Fue su sentencia definitiva. Las imágenes de la Plaza de Mayo colapsada, la policía reprimiendo, los muertos en las calles, y el helicóptero despegando desde Casa Rosada quedaron grabadas en la memoria colectiva como símbolo del fracaso político más estrepitoso desde el retorno de la democracia.
El incendio
Tras la caída de De la Rúa, la institucionalidad tambaleaba. La ley de acefalía preveía que, en caso de renuncia del presidente, el Poder Ejecutivo fuera desempeñado en forma temporaria por el presidente provisorio del Senado, en segundo orden por el presidente de la Cámara de Diputados, y a falta de éstos por el presidente de la Corte Suprema de Justicia. Así, el titular del Senado, el peronista Ramón Puerta, asumió el 21 de diciembre de 2001 por 48 horas el Poder Ejecutivo.
A su vez, se convocó a una Asamblea Legislativa, abriéndose dos opciones: que se aplique la ley de acefalía, con la cual el Congreso elegiría un funcionario electivo que finalizara el mandato trunco de De la Rúa hasta el 2003; o que se modificara la ley para convocar a elecciones antes de los 90 días, pudiendo ejercer la presidencia hasta entonces un gobernador del Frente Federal Solidario. Esta última era la opción más probable y aceptada por la mayoría de los gobernadores del PJ que aspiraban al cargo: Ruckauf, Rodríguez Saá, Reutemann, Kirchner, Duhalde.
Argentina ya era un país insolvente, en un proceso largo de destrucción de su aparato productivo, con una contracción que ya estaba prevista para 2002 en el 4,5%, manejando posibles escenarios que contemplaban caídas del nivel de actividad de hasta 10 a 12%. Finalmente, se verificaría que, en 2002, el PBI cayó 10,9%.
El presidente Rodríguez Saá, que fue elegido por la Asamblea Legislativa por 90 días, anunció el default de la deuda externa, ratificó la convertibilidad y propuso una nueva moneda. Fue una mezcla de audacia y desconcierto.
La incertidumbre institucional se profundizó. Duhalde lo sucedería en enero y daría inicio a un nuevo ciclo político, con la pesificación y la salida de la convertibilidad. Pero la marca del 2001 ya era indeleble.
Además, dadas las circunstancias políticas, la dominancia financiera remanente o ya desde el exilio, más precisamente Federico Sturzenegger, intercedía por los acreedores y exhortaba a preservar las reservas líquidas que aún permanecían en el activo del BCRA. Tan sólo quedaban 3 mil millones de dólares de reservas propias, lo que suponía el abandono de “la Convertibilidad”.
Pesificación
Se empezaba a hablar de la pesificación de la economía. Esta medida producía una potencial redistribución de ingresos desde los acreedores, ya que se desdolarizaban sus acreencias en dólares, hacia los deudores, con lo cual se beneficiaban las empresas y familias endeudadas en dólares, que de otro modo no podrían cumplir sus compromisos.
Frente a otras alternativas, la desdolarización inicial generaría un menor impacto sobre el sistema financiero, habría un menor incremento de la morosidad, debido a que los deudores en dólares de los bancos que percibían ingresos en pesos tendrían menores dificultades para abonar sus compromisos.
Las posibilidades de lograr recuperar niveles razonables de intermediación financiera se alejaban en el tiempo con este tipo de medidas que afectaban los derechos de propiedad de los ahorristas. Sin embargo, estos efectos negativos fueron ponderados junto con la mejora de la competitividad que se obtiene con un cambio de precios relativos, producto de la baja en los salarios reales, y la mayor flexibilidad que se lograba para actuar ante choques reales, al restablecer la posibilidad de utilizar la política monetaria.
No obstante, considerando la experiencia argentina, lo que más recomendaba la tecnocracia saliente, que cesaba en su mandato sin admitir ningún error, era salir de la convertibilidad con una política de flotación asociada a un target inflacionario, acotando la posibilidad de utilizar la política monetaria. Esta variante requería de un compromiso de las principales fuerzas políticas para no recaer en una situación inflacionaria, en función del exceso de gasto público frente a los niveles de recaudación y las demandas reprimidas de muchos sectores que dependían del Estado en sus distintas jurisdicciones.
En síntesis, el neoliberalismo decía que los mayores riesgos de la nueva etapa que se abría residían en que la dirigencia justicialista cayera en la visión económica populista y estatista, imponiendo mayores controles al accionar del sector privado, reduciendo el grado de apertura de la economía, y haciendo uso de un manejo irresponsable de la política monetaria ante el final anunciado de la convertibilidad. Adjudicaban por adelantado, sin asumir la debacle que generaron, que el populismo podría hipotecar años de crecimiento sostenible.
Política o barbarie
Las habilidades políticas de los economistas han sido frustrantes en Argentina. El problema no fue técnico, fue profundamente político. El modelo neoliberal, implementado con fervor dogmático, destruyó el lazo social y deslegitimó al Estado.
Como escribió Maristella Svampa, la desregulación y el individualismo fragmentaron la ciudadanía y legitimaron “modelos de ciudadanías restringidas”. El resultado fue una sociedad desconectada, sin redes de contención, sin herramientas para la solidaridad. Y cuando todo colapsó, no había nadie que pudiera frenar la caída.
El 2001 nos mostró que sin política no hay salvación. Que la economía no puede ser un fin en sí mismo. Que el mercado, sin límites, sin justicia, sin ética, solo produce exclusión.
La rápida licuación del capital político de la Alianza y el cuestionamiento de la capacidad de conducción del entonces presidente De la Rúa pusieron al descubierto los límites del modelo. Vastos sectores sociales experimentaban una pérdida de confianza en la autoridad de la figura presidencial que no sólo era vertiginosa, sino que llegaría a adquirir connotaciones por demás grotescas.
Los saqueos en busca de alimentos se multiplicaban en numerosas ciudades y provincias del país. Muertos y heridos y De la Rúa comunicando por cadena nacional el estado de sitio, provocando la indignación popular en Buenos Aires, Rosario, y La Plata, miles de personas golpeando cacerolas en abierto desafío al “estado de sitio”.
Columnas en Plaza de Mayo y Plaza de los dos Congresos, policía, gases lacrimógenos, balas de goma, carros hidrantes, mientras se anunciaba la renuncia de Cavallo, en medio de la vigilia de Plaza de Mayo, frente a la residencia de Olivos y la casa del ministro. Cinco manifestantes muertos en el centro de la ciudad de Buenos Aires con armas de fuego, comercios y bancos destruidos. A la noche se comunicó oficialmente la renuncia de Fernando De la Rúa y todo su gabinete. La ofensiva popular en las calles con todo el poder político bajo la consigna “que se vayan todos”.
Hay un inolvidable editorial de Morales Solá en La Nación el domingo 31 de marzo de 2002 donde describió textualmente la recriminación de un empresario español al ex Ministro Machinea: “Su país no tendrá solución mientras no haya acuerdo de los economistas argentinos sobre una posición más nacional entre ellos. La verdad es que compiten por quien habla peor de su país en el exterior. Nunca en mi vida vi otro caso así”.
Los tecnócratas
Las posiciones inflexibles provienen de la mezcla que provocan las abstracciones matemáticas al enfrentar la realidad y las posibilidades reales de la política. Por otra parte, las convicciones más honestas, tienen base en el arraigo a los valores que cada uno abraza y de allí, las prioridades que cada uno asigna y el compromiso que asume. Carentes de política o de experiencias ciudadanas, es difícil interpretar la realidad. Dialogar con libertad incondicional, sin prejuicios y sin rigidez, ya parecería no ser posible. Muchos actores, presumiendo ser liberales, eran en realidad, absolutamente dependientes de presiones que los limitaban y los llevaban a posiciones irreflexivas.
Fue inapropiado el hostigamiento y la provocación sistemática, como forma de hacer política. Algunos suponiendo ser un “think tank”, en realidad eran organizaciones o talleres de seducción de políticos. Cuando les convenía se embanderaban las fachadas y luego cuando llegaba la cuenta se justificaban con los grupos de poder.
Plantearon en programas de televisión, como si fuese valiente, todo tipo de propuestas con un costo social inaudito y alardeaban su insensibilidad social en forma irónica. Se sacrificaban realmente, para ver quién era el más ultra ortodoxo, o el más cruel en las propuestas, mientras al mismo tiempo se jugaban las inversiones con sus declaraciones apocalípticas.
Nunca tocaban temas como el desempleo, simplemente no estaban en sus agendas. No se veía claro si forzaban el desconcierto popular o su inadvertencia de la realidad era universal. Se puede entender enfoques diversos de hombres honestos y respetables aún, de muchos que desconfían profundamente de todos los gobiernos, pero este tiempo fue incomprensible, hasta para un trascendental empresario e inversor español. Las habilidades políticas de los economistas han sido frustrantes en Argentina. Desplegaron todo su amateurismo democrático, por expresarlo eufemísticamente.
La historia argentina parece atrapada en un ciclo de repeticiones trágicas. Aquella promesa de “salida honesta” de De la Rúa, diluida en tecnocracia sin política, guarda una resonancia inquietante con el presente de un presidente tecnócrata devenido technopol.
Hoy, bajo el discurso libertario de Javier Milei, asistimos a una nueva ofensiva contra el Estado, la política y los lazos de solidaridad que sostienen la vida democrática. El culto al déficit cero, la demonización del gasto público y la exaltación del mercado como juez supremo remiten a la misma lógica que llevó al colapso de 2001. No se trata de advertencias genéricas ni de analogías forzadas: se trata de patrones que reaparecen como ecos de una advertencia histórica aún no asumida.
Si algo enseñó diciembre de 2001, es que la economía no puede sustituir a la política, y que la tecnocracia sin empatía social lleva al abismo. Hoy, con nuevos actores pero viejos dogmas, Argentina coquetea una vez más con el colapso. Este artículo no pretende ser un acto de nostalgia ni un ejercicio de profecía, pero sí una advertencia fundada; cuando la política abdica, la barbarie avanza. Y en ese escenario, ni la libertad, ni el orden, ni el crecimiento sobreviven. La historia, si no es comprendida, se repite como fracaso.
*Director de Fundación Esperanza. Máster en Política Económica Internacional, Doctor en Ciencia Política, autor de 6 libros. Nota de P12 de 14 de septiembre de 2025