jueves 25 de abril de 2024 - Edición Nº1332

Economía y Política | 11 abr 2021

Roberto A. Rovasio

Qué implica el distanciamiento social

El saber común indica que bacterias, virus y otros patógenos tienen un gran poder para alterar la subjetividad individual, la dinámica poblacional, la estabilidad comunitaria y el comportamiento humano como ente social. En la actual pandemia, este poder ese expresa sobre toda la sociedad y destaca la eficacia del distanciamiento social para intentar frenar su propagación.


A fines de 2019, luego del brote de Covid-19 en China y su expansión por el mundo, se advirtió sobre la posibilidad de un rebrote basado en la relajación prematura del distanciamiento social y el comportamiento liberado de la población.

En el transcurso del 2020, algunos gobiernos y poblaciones recibieron aquel mensaje y otros prefirieron tildarlo de obsoleto, inútil, antidemocrático y medieval, confundiendo quizás la salud pública con un discurso partidario.

Varios de estos últimos gobiernos, entre otros los de Suecia y Chile, tuvieron que dar marcha atrás y ajustar las normas sanitarias.

Objetivamente, le guste o no a la población, al cuerpo médico-sanitario, a los gobiernos o a los “libertarios” de turno, el Covid-19 se previene con los conocidos controles higiénicos y de distanciamiento social. Distanciamiento social que, como acto de defensa, no solo es un ancestral y eficiente sistema de auto-protección, sino que está presente en casi todas las especies animales conocidas.

En la historia evolutiva, desde las hormigas hasta el ser humano, los organismos –incluso las llamadas “especies sociales”–, desarrollaron el distanciamiento como estrategia que los aleja del potencial riesgo de congéneres enfermos.

Tanto los animales invertebrados como los vertebrados, detectan señales conductuales o químicas (en general de tipo “olfativo”), y responden con distanciamiento físico del peligro. El ser humano,sumergido en un mar de subjetividad y poco “calificado” para la recepción olfativa, suele guiarse por señales visuales o auditivas menos precisas como fiebre, tos, estornudos o llamados a la cordura de la autoridad secular.

En todas las especies, el fenómeno de agrupación o socialización obedece a determinantes como alimentación, comunicación, protección, apareamiento, crianza, etcétera, con sólidas ventajas evolutivas.

Pero esto también conlleva costos potenciales como competencia, endogamia, parasitismo, enfermedad, etcétera.

Usualmente, la capacidad de disminuir estos riesgos permite a los organismos beneficiarse de la interacción individual a pesar de los posibles inconvenientes ligados a la socialización.

Así, el alce hembra (Cervus elaphus) suele abandonar la seguridad del rebaño en un aislamiento que favorece la sobrevida de su recién nacido. Y la langosta marina (Panulirus argus) se congrega en huecos rocosos para protegerse de depredadores, pero no lo hace si percibe congéneres enfermos.

Las epidemias son muy comunes en la naturaleza y su propagación se refuerza por la mayor movilidad y la sociabilidad, pero se la puede limitar con la fragmentación de la población, la separación individual y el sistema inmunológico del huésped.

En tiempos modernos, la propagación humana de patógenos se facilita por los veloces viajes globales, que permitieron la difusión de Covid-19 por el planeta en pocos meses.

Pero esa propagación es solo un poco mayor que la de algunas enfermedades de la naturaleza. Así, una reciente epidemia de herpes en la sardina se extendió por la costa australiana a más de 1000 kilómetros por mes.

El distanciamiento social impuesto como norma para la protección contra Covid-19 es tan importante como la vigilancia inmunológica, la terapéutica o las vacunas. Y no es un invento humano como tampoco un artilugio obsoleto y medieval, sino un mecanismo evolutivo que se desarrolló de forma independiente en diferentes especies y se expresa en cada una de ellas con eficacia y eficiencia cuando no se la bloquea con artilugios retóricos pseudo-racionales.

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