

Por Ulises Gorini
Lo llamó asesino a Videla, mentiroso a Alfonsín, cerdo al papa Juan Pablo II, basura a Menem y mierda a Macri. Hasta Néstor Kirchner la ligó, aunque luego ella se retractaría. ¿Cómo lo llamaría ahora a Milei? No hay respuesta para esta pregunta, pero sin duda utilizaría palabras de igual calibre. Sus dichos no eran una mera estrategia de provocación. No se trataba de incorrección política en busca de impacto, sino la forma directa y franca en la que Hebe de Bonafini entendía la política, sin medias tintas ni eufemismos. Decir basura o mierda no era un recurso retórico sino la manera en que definía a ciertos dirigentes sin intención de disfrazarlo. Era el habla plebeya. Era una forma de hacer política que reivindicaba el lenguaje, los gestos y las formas populares, en oposición a las élites pretendidamente ilustradas. Porque para Hebe no se trataba de ser incorrecta como el progre o el populista que sacan por un momento los pies del plato, sino de adoptar una lógica de confrontación con los sectores hegemónicos y sus códigos. Era disruptiva, no meramente revulsiva. Pretendía romper con el orden, no solamente conmoverlo. Pretendía un cambio profundo, no al estilo de Trump, Bolsonaro o Milei, para establecer una nueva dominación, sino para acabar con el privilegio de las clases dominantes.
Durante más de cuarenta y cinco años, Hebe fue protagonista decisiva de la política nacional y una referencia internacional ineludible de la lucha por la vigencia de los derechos humanos y la transformación social, económica y política de la sociedad.
Paradójicamente, Hebe había sido una desconocida hasta la desaparición de sus dos hijos varones bajo la dictadura inaugurada en 1976, bien entrada en su vida adulta.
GENTE COMÚN
Hasta los cincuenta años había pertenecido a lo que el historiador británico Eric Hobsbawm denomina la “gente común”, aquellos cuyos nombres no figuran en la historia y a lo sumo se encuentran en las partidas de nacimiento, los certificados de casamiento o las actas de defunción. Como millones de mujeres en el planeta, cuyas existencias transcurren en el más absoluto anonimato, ella había seguido los mandatos dominantes para su género y su clase; había sido educada, disciplinada, para cumplir un rol doméstico y domesticado. Sus escasas rebeliones contra los mandatos paternos y sociales fueron sofocadas, sistemáticamente, hasta lograr que los asumiera como deseos propios. Su visión del mundo, su sentido de la existencia y su propia misión como mujer se correspondía con los modelos más conservadores de su tiempo y espacio. Su función en la vida se sujetaba a las de hija, esposa y madre.
El ideal de progreso que tenía Hebe por aquel entonces se reducía a las mejoras que pudiera conseguir para su grupo familiar, alejada de cualquier proyecto colectivo, político, cultural y social. Como aquella otra madre, protagonista de la novela De espaldas a la luna, de Leónidas Barletta, ella había vivido hasta cumplir los 48 años de espaldas a la política y a la sociedad, incluso a ese Estado de bienestar que le había permitido ascender socialmente, desde una humilde familia trabajadora hasta un próspero hogar de obrero calificado, que se permitía tener casa y coche propios, vacaciones en el mar y enviar a sus hijos a la universidad. ¿Qué tendría que ver con la política la prosperidad de la que había gozado? Eso no se lo preguntaba.
Su destino parecía prefijado desde mucho antes de nacer, allá por 1928, en aquella localidad bonaerense de El Dique. Si, como dice Karl Marx, “los hombres hacen su propia historia (…) pero (…) bajo circunstancias dadas y heredadas”, podríamos acotar que las mujeres, en especial las mujeres de las clases subalternas, hacen su historia en circunstancias dadas y heredadas mucho más rígidas y estrechas que las de los hombres.
TRANSFORMACIÓN
Hay una foto de 1965 en la que Hebe, o mejor dicho Kika, como la llamaban entonces, se encuentra en una iglesia. Es durante el bautismo de Alejandra, la época que Hebe siempre recordará como la más feliz de su vida. Kika ocupa el centro de la escena. Está rodeada por toda su familia (“la familia completa”, decía ella, “cuando todavía estábamos todos”): Toto, el marido; Pepa, su madre; los hijos, Jorge y Raúl, la propia Alejandra en brazos de su madrina; la madre de la madrina y el cura que ofició el bautismo. Falta solamente Paco, el padre de Hebe, que era anticlerical. Ella está arrodillada, con las manos entrecruzadas en señal de rezo, con una expresión beatífica en el rostro y una mantilla negra sobre sus cabellos. Mira hacia el altar, le agradece a Dios la llegada de ese nuevo ser. ¿Puede concebirse una imagen más contrastante de esa Hebe que los argentinos y el mundo conocieron después de la desaparición de sus hijos; esa suerte de matrona plebeya que, con la expresión crispada y un pañuelo blanco sobre su cabeza, grita y vocifera de pie contra el poder en la Plaza de Mayo, en los años más oscuros del terrorismo de Estado? ¿Qué revela ese contraste entre dos épocas y dos imágenes, cómo interpretarlo? ¿Basta como explicación haber recibido ese golpe feroz que le arrebató a sus hijos? ¿Fue esa la noche, para utilizar las palabras de Borges, que explica el misterio de una transformación tan profunda?
Ellos, sus hijos Jorge y Raúl, fueron el blanco de una de las armas más crueles y sofisticadas de la lucha de clases, la desaparición forzada de personas, empleada en la represión de la oposición política durante uno de los regímenes más sangrientos de la historia argentina. El mundo que le habían prometido y que ella misma había construido hasta el momento voló por los aires. La crisis social, política, cultural y económica que afectó a la Argentina en la década de 1970, que se venía incubando desde tiempo antes conectada con la crisis mundial del sistema capitalista, puso en cuestión el Estado de bienestar. El ataque al modelo social que había cobijado a su familia y que había sido una de las claves de su bienestar también apuntó contra esa familia.
¿Qué quedaba de su mundo y su misión en el mundo después del secuestro y desaparición, en 1977, de sus hijos? ¿Qué sentido tendría su vida si habían sido todo lo que ella había querido? ¿Cómo cumplir con los deberes de una madre de cuidar a sus hijos, si no era peleando contra quienes se los habían arrebatado? Pero, ¿cómo hacerlo, a la vez, sin cuestionar el propio modelo de mujer al que ella había adscripto hasta ese momento? Esa fue la disyuntiva de Kika/Hebe y la de miles de mujeres, madres de desaparecidos que habían seguido al pie de la letra los modelos dominantes.
NADA OBVIO
Contra lo que pueda aparecer como obvio, a pesar de los miles y miles de desaparecidos, asesinados, presos, exiliados durante el terrorismo de Estado, fue un reducido número de mujeres/ madres las que salieron a pelear. No se trató de abandono de la misión materna, sino de una suerte de imposibilidad, de los mandatos que encorsetaban a muchas madres/mujeres y que les impidieron pasar de la casa a la plaza. Solo unas pocas lograron desembarazarse de esos lazos y se convirtieron en Madres de Plaza de Mayo. Incluso si se tiene en cuenta a otros grupos de resistencia al terrorismo de Estado integrados por familiares, como la organización Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y algunos más, el número total de las madres y padres que salieron a pelear por recuperar a sus hijos y encararon una de las luchas políticas más heroicas de resistencia a la dictadura fue, cuantitativamente, muy inferior a la totalidad de mujeres/madres de las víctimas.
Kika/Hebe, que durante años había adoptado las prácticas y representaciones de la mujer sumisa, subordinada a los mandatos del patriarcado y los lazos de las clases sometidas, esta vez dejó el hogar que la atrapaba –más que la cobijaba– y salió a la calle. Entonces protagonizó un papel que nunca había imaginado antes. El sistema que parecía haberla sometido desde su nacimiento mismo tenía una falla, una fisura que ella iba a atravesar para encarnar una rebelión sin manual, porque los pocos manuales que había leído hasta el momento no le servían e incluso decían lo contrario a lo que ella necesitaba.
No fue una rebelión ilustrada ni ideológicamente pura. Fue una rebelión plebeya. La de la gente común cuando deja de serlo, la de los sectores populares que participan de una cultura popular, compleja y contradictoria, con bordes indefinidos. Que la obligará a “saber desde el no saber”, decía. Así, enfrentó a la dictadura con una valentía inigualable, física y discursiva. En la galería de imágenes, pocos líderes podrían reunir la cuantía de situaciones en las que, como ella, enfrenten cuerpo a cuerpo la represión de policías y militares. Hebe llegó a desplegar una reflexión, una capacidad oratoria y una creatividad infrecuente hasta en los políticos y dirigentes sociales más experimentados. Desarrolló un estilo personal, con recursos extraídos de su origen popular, frecuentemente calificado como políticamente incorrecto, pero con un profundo sentido de clase. Era dura, egocéntrica, autoritaria, exigente, inconformista. No fue suficiente para ella la Conadep ni el Juicio a las Juntas, que evaluó como mero posibilismo. Peleaba por más. Corría el límite de lo posible. Comenzó a hablar de revolución y socialismo, como lo habían hecho sus hijos, los de Kika y los nuevos que le habían nacido a la Hebe política. Quería llevar a la victoria ideales que otros creían derrotados. Voluntad, más convicción, más trabajo. Porque “la única lucha que se pierde es la que se abandona”, repetía, apropiándose de la frase de Ernesto “Che” Guevara.
PEDIR LO IMPOSIBLE
La larga experiencia neoliberal del “menemato” y el continuismo del gobierno de la Alianza eran el correlato local de ese fenómeno. Hebe estuvo a la cabeza de la resistencia también en este período, desde el principio mismo hasta el estallido de 2001. No por casualidad fue la única dirigente política notoria que apareció enfrentando la represión en la mismísima Plaza de Mayo el 20 de diciembre de aquel año. La crisis y el estallido podrían haber sido una oportunidad para una alternativa de cambio social profundo, pero ninguno de los que alzaban esas banderas lograron llevar el curso de los acontecimientos en esa dirección. Ella tampoco. El sistema logró rearmarse. La salida de la crisis y la recuperación de la gobernabilidad se dieron por el lado del kirchnerismo. Ella primero desconfió, dijo que “era una mierda”, pero luego cambió de opinión y se volcó hacia allí. No como opción estratégica, sino política. En Hebe, como en Kika, coexistieron siempre la transgresora (frecuentemente provocativa), que pretendía correr los límites de lo posible, y la mujer de acción, que necesitaba hacer, concretar. La tensión entre ambas tuvo su precio en métodos y principios. El caso Schoklender fue su expresión más esperpéntica. Las contradicciones salieron a la luz en un nuevo momento de crisis. La transformación que había propuesto el kirchnerismo y en la que en parte basaba su gobernabilidad era la redistribución. Pero la redistribución chocó con las relaciones sociales y económicas, y el final dejó demasiadas promesas incumplidas. Una nueva trampa del capitalismo en la que no se cae solo por las habilidades del enemigo sino también por las propias opciones.
Hebe persistió, sin embargo, en su condición revulsiva, en la crítica de los aspectos más crueles de la sociedad, y nunca dejó de invocar la revolución y el socialismo. Contrastes y contradicciones, luces y sombras de una vida sin teoría ni ensayos previos. Su periplo vital, desde aquella Kika de El Dique hasta la Hebe de los últimos tiempos, refulge sobre las oscuridades del presente y las incertidumbres del futuro como el símbolo de una rebelión plebeya.
Y si antes había sido invisible a los ojos de la historia, luego quedó atrapada en una trama de múltiples versiones discordantes, desde la Hebe villana y delincuente hasta la heroína y santa, que finalmente también la invisibilizaron, la hicieron desaparecer detrás del velo de la confusión y las sospechas y nos tientan a parafrasear al historiador francés Jacques Le Goff cuando se pregunta si su biografiado, Saint Louis, realmente existió. Al final, ¿Hebe de Bonafini existió? En la despiadada Argentina de nuestra época, una reflexión sobre ella debe ser ante todo una prueba de vida; a contrapelo de esas representaciones. Una aparición forzada, anclada en la historia y la memoria. Pero en una historia y una memoria fértil, como pidieron las Madres, que no sea repetición del pasado sino creación para el presente y el futuro.
Al fin no hay respuesta a la pregunta inicial sobre cómo llamaría Hebe a Milei. Pero anclados en la historia y en la memoria fértil, los lectores podrían imaginar más de un apelativo coherente con su vida.
Nota de la revista Caras y Caretas