

Por Tania Melnick (*)
Este proceso dio lugar a lo que hoy podemos llamar excepcionalismo del Holocausto: la construcción de una memoria única, excluyente e incomparable, que impone jerarquías del duelo, convierte las estadísticas en moral, y eleva a la víctima judía a la categoría de víctima absoluta: una figura incuestionable, impermeable a la crítica, que sostiene el monopolio del sufrimiento y convierte toda resistencia a su hegemonía en amenaza o herejía.
Se ha normalizado la creencia de que el holocausto nazi fue el peor crimen de la humanidad, no por su escalada o brutalidad, sino porque su relación ha sido sacralizada, elevada a verdad moral absoluta, y puesto al servicio del poder. El resultado es que el sufrimiento se mide, se clasifica, y se compara —como si solo ciertos muertos merecieran memoria, justicia o reconocimiento.
Pero el sufrimiento no se compara. Lo que se compara es el poder para hacerlo visible o no.
Y es ese poder —el que monopoliza el duelo— el que hoy permite la continuidad de nuevos genocidios, mientras el mundo observa en silencio.
Lo que ocurre hoy en Gaza no es una metáfora ni una exageración. Es un holocausto contemporáneo con todas sus características: maquinaria sistemática de borramiento, intencionalidad de exterminio, complicidad global y justificación ideológica. Y en varios aspectos fundamentales, es incluso peor que el holocausto nazi:
1. Ocurre a la vista y paciencia —o impotencia— de toda la humanidad.
Mientras el régimen nazi ocultó y negó sus crímenes, el genocidio en Gaza se transmitió en vivo. Los Estados del mundo ven a niños morir de hambre y ser bombardeados, y no hacen nada. Este nivel de complicidad global no tiene precedentes.
2. Es lento, prolongado y repetido.
El pueblo palestino ha soportado más de 77 años de despojo, desplazamiento, ocupación, asedio, encarcelamiento y borramiento. No se trata de un episodio aislado ni de un período limitado de tiempo: es un crimen generacional que se intensifica cada día.
3. Los perpetradores son presentados como víctimas. El régimen sionista invoca la memoria del holocausto nazi mientras borra el dolor y el exterminio del pueblo palestino. Esa inversión de la memoria es una nueva forma de violencia.
4. Está financiado y protegido globalmente.
Estados Unidos, la Unión Europea y otros no solo lo toleran: lo financieran, lo arman y bloquean cualquier rendición de cuentas. El régimen nazi enfrentó resistencia; el sionista recibe aplausos.
Después del “Nunca más”, está ocurriendo otra vez. Pero con la misma lógica y una indiferencia aún mayor.
El excepcionalismo del holocausto nazi impone una trampa: medir los horrores por su número de muertos o por los métodos de exterminio utilizados. Se apunta al peor porcentaje de judíos asesinados como si eso lo hiciera categóricamente que cualquier otra atrocidad. Como si una masacre se volviera legítima cuando afecta a un porcentaje menor o cuando no hay cámaras de gas ni fosas comunes.
Pero la violencia estructural no se mide con matemáticas. Se mide por su intención, su diseño, el sistema y el resultado.
Gaza está siendo deliberadamente exterminada de hambre. Sus habitantes son incinerados en sus tiendas, enterrados vivos bajo los escombros, privados de agua, alimentos y medicinas. Decenas de millas se encuentran desaparecidos. Hay fosas comunes. Y aún así, se niega que esto sea un holocausto, simplemente porque no se parece lo suficiente al canon visual y simbólico del holocausto nazi.
Esa lógica no defiende a las víctimas. Defiende el monopolio del duelo. Y eso es precisamente lo que permite que futuros genocidios sean posibles.
¿Es Gaza el único caso silenciado por el relato dominante? Por supuesto que no. Existen múltiples holocaustos invisibilizados por no servir a los intereses políticos de Occidente. Algunos, incluso, son mucho más extensos en duración y escalada.
La trata transatlántica de esclavos, conocida en su nombre suajili como Maafa (palabra que significa “catástrofe” y que busca reconocer la dimensión genocida y el trauma histórico de la esclavitud), fue un sistema global de esclavización racializada que duró más de 400 años. Más de 12 millones de africanos fueron transportados forzosamente. Al menos 2 millones murieron en el Pasaje Medio. Millones más murieron en redadas, marchas forzadas o en cautiverio. Los sobrevivientes vivieron generaciones de tortura, violación, trabajos forzados y desarraigo. El sistema económico mundial se construyó sobre ese holocausto de siglos, y sin embargo, rara vez se le concede el estatus de crimen absoluto.
El Estado Libre del Congo, bajo el rey Leopoldo II de Bélgica (1885–1908), fue responsable del asesinato de más de 10 millones de congoleños mediante trabajos forzados, mutilaciones y hambruna.
La colonización del Abya Yala (hoy llamado América) exterminó a decenas de millones de personas pertenecientes a pueblos originarios mediante invasión, esclavización, epidemias impuestas y hambre. Fue un holocausto lento, sistemático y sostenido durante siglos.
La guerra de Estados Unidos contra Irak dejó más de un millón de muertos entre sanciones, bombardeos, hambre y colapso de infraestructura. Y fue celebrada como una “intervención por la democracia”.
Todos estos crímenes involucraron:
- La deshumanización sistemática de un grupo.
- La planificación deliberada y ejecución de políticas de muerte, desplazamiento, hambre o esclavización.
- Un sistema global que lo permitió, lo ignoró y/o lo justificó.
El holocausto nazi fue un crimen indescriptible. Pero no fue el único. Y no puede seguir funcionando como la única vara con la que se mide el mal.
Un genocidio que dura cuatro años es horroroso.
Uno que dura cuatrocientos años se llama “civilización”.
La Maafa no fue un episodio de la historia. Fue un orden mundial basado en el borramiento. Y todavía hoy define el mundo.
La colonización de Abya Yala no fue un encuentro de culturas. Fue un exterminio que fundó los cimientos de lo que hoy se llama Occidente y "progreso".
Y Gaza, hoy, no necesita cámaras de gas ni fosas visibles. Porque toda la Franja ha sido convertida no solo en una inmensa fosa común, sino en una trampa mortal. Y porque lo que define un holocausto no es el conteo de cadáveres, sino su maquinaria de borramiento.
Cuando se usa la memoria de un holocausto para negar la otredad, no se está defendiendo a las víctimas. Se está protegiendo un dispositivo ideológico que otorga impunidad al poder y permite el borramiento de los pueblos oprimidos.
Romper con el excepcionalismo del holocausto nazi no es relativizar la historia. Es rescatar la memoria de todos los pueblos oprimidos, de todos los cuerpos borrados, de todas las vidas silenciadas.
Porque si hay algo que aprendimos del “Nunca más”, es que no puede haber nunca más para algunos, mientras siga habiendo siempre más para otros.
¡NUNCA MÁS PARA NADIE!