

Por Tomo Ballinas (*)
Conviene recordar que la Casa Blanca suele recurrir a este tipo de argumentos en la antesala de una intervención militar contra países soberanos que no comparten su visión política, económica, cultural o social. El patrón se ha repetido en distintas ocasiones. En el caso de Irán, por ejemplo, tras semanas de tensión diplomática y mediática, Washington recurrió finalmente a la fuerza militar. De manera similar, en abril de 2017, Trump ordenó el bombardeo de la base aérea de Shayrat, en Siria, utilizando misiles de alto impacto bajo el argumento de que dicho Estado representaba un peligro para la estabilidad internacional.
Frente a estos episodios, surge inevitablemente la pregunta: ¿qué elementos comparten países como Siria, Irán y ahora Venezuela, para que Estados Unidos los catalogue como hostiles y peligrosos para su seguridad interior? La interrogante adquiere mayor relevancia si recordamos que, en marzo de 2015, Barack Obama ya había declarado a Venezuela una “amenaza inusual y extraordinaria” para la seguridad nacional estadounidense, inaugurando así una narrativa que se ha mantenido hasta nuestros días y que ahora escala en dirección a la intervención militar.
Veamos. En el caso de Siria, se argumentó que el ataque respondía al uso de armas químicas por parte del régimen de Al Assad contra la población civil, aunque nunca se pudieron presentar pruebas concluyentes. Paradójicamente, los bombardeos estadounidenses terminaron golpeando a esa misma población civil, hecho constatado por la prensa internacional. Respecto a Irán, el pretexto fue la presunta elaboración de bombas atómicas en instalaciones nucleares, nuevamente sin evidencia verificable. A esto se sumó la acusación de que Irán representaba el principal patrocinador del terrorismo mundial, justificación suficiente para legitimar la agresión militar.
De este panorama pueden inferirse algunas razones que, según la lógica geopolítica dominante, explican por qué Estados Unidos percibe amenazas a su seguridad nacional. En primer lugar, no suele permitir que países del llamado “tercer mundo” o en vías de desarrollo impulsen programas armamentísticos de alta tecnología. La razón es doble: por un lado, la proliferación de estas capacidades limitaría el negocio global de las armas, en el que Estados Unidos ocupa un lugar hegemónico; por otro, situaría a estas naciones en una condición que, si bien no necesariamente de superioridad, al menos podría aproximarse a un plano de igualdad estratégica, como ha ocurrido con Irán.
Ahora bien, el desarrollo tecnológico no se limita al ámbito militar. Suele ir acompañado de mayores márgenes de independencia económica, política y social, lo cual resulta crucial para los países que buscan fortalecer sus instituciones democráticas. Sin embargo, un escenario de este tipo no encaja con la visión de mundo que Washington pretende mantener: un orden internacional polarizado entre países ricos y pobres, donde la asimetría favorece sus propios intereses.
Existe, además, otro factor que se interpreta como una amenaza: la postura política e ideológica de aquellas naciones que, con mayor o menor radicalidad, se apartan del modelo capitalista. Para Estados Unidos, este distanciamiento resulta inadmisible, pues pone en cuestión no solo su hegemonía económica, sino también el imaginario del llamado “sueño americano”. Que América Latina —o cualquier otra región— se atreva a olvidar, rechazar o simplemente cuestionar ese ideal mediante la construcción de una alternativa socialista constituye, en la lógica estadounidense, una afrenta imperdonable. Y las respuestas suelen ser previsibles: bloqueo económico, invasión militar o, en el mejor de los casos, una guerra comercial que busca sofocar cualquier intento de autonomía política y cultural.
La historia reciente ofrece varios ejemplos que ilustran esta lógica. Ahí está Cuba, sometida a un bloqueo económico que supera ya el medio siglo. Algo similar ocurre con Brasil, que, sin seguir una ruta abiertamente socialista, intentó apostar por una democracia con un matiz más humano, explorando lo que algunos llaman —no sin ironía— un “capitalismo humanitario”. Frente a esa tentativa, la administración de Trump respondió con un incremento de aranceles a las exportaciones e importaciones brasileñas, además de presionar a los mercados internacionales para aislarlo. Todo ello por el simple hecho de que Brasil buscaba un desarrollo económico menos subordinado al paternalismo imperial.
En efecto, Estados Unidos no tolera concesiones ni siquiera mínimas en el terreno del capital: lo quiere todo, pues asume que cualquier cesión equivale a un paso hacia su debilitamiento. Esta misma lógica explica la movilización militar en torno a las aguas internacionales de Venezuela. El gobierno de Nicolás Maduro encarna, al menos en el discurso oficial, una alternativa contraria al modelo capitalista norteamericano; por ello se percibe como una amenaza real. Y no solo por la dimensión simbólica de su “poder popular” o de su retórica de unidad nacional, sino también porque Venezuela posee condiciones materiales excepcionales: un potencial de desarrollo económico inédito en América Latina, las mayores reservas petroleras del planeta y vínculos estratégicos con potencias como China y Rusia. Estos aliados le han provisto de recursos económicos y tecnológicos, así como de apoyo militar, lo que hace prever que cualquier invasión estadounidense distaría de ser sencilla.
Tarde o temprano, Estados Unidos deberá reconocer las verdaderas razones que sustentan su amenaza de invadir Venezuela. Los subterfugios se agotarán y no habrá argumento capaz de ocultar lo evidente: la continuidad de una política intervencionista que lo convierte, una vez más, en agresor histórico de los pueblos de nuestro continente, siempre en defensa de sus propios intereses estratégicos y económicos.
La narrativa del narcotráfico, utilizada como justificación, difícilmente podrá sostenerse por mucho tiempo. Más aún si se considera que ese negocio, lejos de ser exclusivo de ciertos gobiernos señalados, se encuentra bajo el control de redes internacionales en las que Estados Unidos desempeña un papel determinante. Desde México hasta Argentina, pasando por El Salvador, Colombia y Ecuador, esta realidad es intuida por buena parte del mundo y conocida con certeza por otra.
En un artículo anterior advertí que México también se encontraba en riesgo de una eventual invasión. No era una afirmación gratuita. Obsérvese que las condiciones que hoy se utilizan para justificar una intervención en Venezuela —condiciones, insistamos, ridículas y gastadas— son muy similares a las que, en su momento, se esgrimieron contra nuestro país. Sin embargo, el blanco no fue México, sino Venezuela. La diferencia radica en que la postura ideológica, política y económica venezolana resulta mucho más incómoda para los intereses de Estados Unidos, mientras que México, sin ser un “gobierno a modo”, tampoco representa un obstáculo insalvable.
Hay, además, un factor geográfico clave: la frontera de 3,152 kilómetros que compartimos con Estados Unidos. Una intervención militar en este territorio desataría un escenario caótico, una “fiesta” en la que participarían actores no invitados —países, organizaciones y grupos hostiles al propio Washington—, lo que pondría en grave riesgo su seguridad nacional. La frontera norte se convertiría, en tal caso, en una puerta abierta imposible de controlar, con la amenaza de que cualquiera pudiera internarse en territorio estadounidense con fines inciertos.
Este riesgo explica la intensa militarización de la región: cerca de 20 mil efectivos estadounidenses, bajo el mando del Comando Norte, ya operan en la frontera, junto con más de 5 mil soldados mexicanos desplegados de nuestro lado. Una intervención directa en México sería, por tanto, demasiado peligrosa incluso para los propios Estados Unidos. Lo más probable es que opten por otro tipo de confrontación: no una guerra abierta, sino formas de presión más controlables, como conflictos políticos internos alentados por sectores de derecha, o la llamada “guerra contra el narcotráfico”, cuyos circuitos —no está de más subrayarlo— ellos mismos administran.
Para México, por ahora, esas formas de violencia bastan como mecanismo de contención. Seguramente en los pasillos del Capitolio se reflexiona sobre ello. Mientras tanto, nuestro gobierno insiste en la fórmula diplomática de “colaboración sí, sumisión no”. Sin embargo, cualquiera con un mínimo de lucidez entiende que hay múltiples maneras de someter a un país, y no todas requieren de tanques ni de tropas.
En última instancia, toda confrontación se resuelve en una ecuación de tres: invasores, gobierno y pueblo. Esa relación se multiplica y se divide, y en ella puede aumentar o disminuir la rabia, el amor a la patria, el anhelo de libertad y, del mismo modo, el rechazo a los malos gobiernos, a los intervencionistas y a las derechas que los respaldan.
(*) Conductor del programa M12 en el aire hace 20 años en la Radio BUAP ( de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla) .Licenciado en Derecho y Lingüística y Literatura Hispánica.