

Por Geraldina Colotti (*)
Vivimos un momento de profundas y dramáticas transformaciones, que afectan todos los planos de un modelo —el capitalista dominante— en crisis sistémica, pero con la clara intención de hacer que toda la humanidad viva su agonía. Desde su punto de vista —el de un analista político refinado y de larga trayectoria—, ¿cómo interpreta esta crisis?
No estamos frente a una crisis puntual del capitalismo, sino ante su crisis civilizatoria. El sistema, en su versión neoliberal y financiarizada, ha alcanzado un punto en el que ya no consigue reproducirse sin destruir sus propias bases: el trabajo, la naturaleza, los vínculos sociales, incluso la idea de comunidad política. El capital transforma el colapso en estrategia, convierte la precariedad en norma y administra la catástrofe como si fuera un estado natural de las cosas. Su agonía es larga y violenta, y pretende arrastrar consigo a toda la humanidad. Lo que se anuncia no es solo el agotamiento de un modelo económico, sino el fin de una racionalidad histórica: la que identificaba progreso con acumulación infinita.
¿Y qué contrapesos identifica en lo que para muchos es el surgimiento de un mundo multicéntrico y multipolar, del cual, sin embargo, no se desprende una visión prospectiva clara como sí ocurría en el siglo pasado, cuando una buena parte del mundo creía en la esperanza del comunismo?
El mundo multipolar es ya un dato de la realidad, pero no es todavía un horizonte. Multipolaridad significa diversificación de centros de poder, debilitamiento de la hegemonía absoluta de Estados Unidos, emergencia de actores como China, India o Rusia. Pero eso no equivale a emancipación. En el siglo XX, incluso en medio de guerras y contradicciones, la esperanza comunista ofrecía un relato de futuro, una brújula colectiva. Hoy el multipolarismo aparece más como una negociación entre potencias que como un proyecto de humanidad. Dicho esto, en los márgenes, en los movimientos sociales del Sur global, en las resistencias feministas, indígenas y ecologistas, se insinúa otra lógica: la de una vida que no se mida por el beneficio, sino por el cuidado. Ahí reside, todavía en germen, una perspectiva esperanzadora.
Hablemos de la crisis de Europa, comenzando por la del sistema político francés, ahora inmerso en una nueva y probable caída del gobierno. ¿Cuál es su análisis de las fuerzas en juego y las posibles soluciones?
Francia encarna, de forma especialmente nítida, la crisis política europea. La V República, diseñada para garantizar estabilidad, se ha convertido en un régimen bloqueado, sin capacidad de producir legitimidad. Macron gobierna con arrogancia tecnocrática, pero también con vacío de proyecto: no habla para la sociedad, sino para los mercados y para Bruselas. Esa desconexión explica la rabia social, la fragmentación de la izquierda y el ascenso de la extrema derecha. Europa vive en Francia su propio espejo roto: instituciones que ya no representan, pueblos que no se sienten escuchados, sociedades que buscan salidas en la protesta o en el voto de castigo. La solución real exigiría una refundación democrática desde abajo, pero ese horizonte no logra todavía organizarse políticamente.
Francia es la fuerza motriz del rearme europeo, el país que lleva adelante el mayor número de proyectos financiados por el Fondo Europeo de Defensa (FED), y la Italia de Giorgia Meloni va por el mismo camino, Alemania se rearma, y los países bálticos no se quedan atrás. ¿La Unión Europea puede ser solo la del complejo militar-industrial, eternamente subalterna a Estados Unidos? ¿Y qué consecuencias puede tener en el marco de los conflictos actuales?
El rearme europeo es el síntoma más evidente de la subordinación del continente a los intereses estratégicos de Estados Unidos. Francia, Alemania, Italia o los países bálticos no se rearman para defender un proyecto propio, sino para reforzar el complejo militar-industrial bajo tutela de la OTAN. Europa invierte en armas lo que niega a la cohesión social, a la educación o a la transición ecológica. Ese desequilibrio revela una elección histórica: ser campo de confrontación y no actor de paz. Con ello, Europa no solo se militariza, sino que también se vuelve irrelevante como proyecto civilizatorio. Al abdicar de una política exterior autónoma, renuncia a su posibilidad de ofrecer al mundo otra racionalidad que no sea la de la guerra.
La crisis de las democracias occidentales está mostrando dos fenómenos en crecimiento: la desafección del electorado (principalmente el de izquierda) y el aumento de partidos xenófobos y de extrema derecha, aparentemente los menos propensos a usar las «maneras fuertes» en el plano geopolítico. ¿Cómo se llegó a este cortocircuito y cómo se sale de una trampa semejante?
El cortocircuito de las democracias occidentales tiene raíces profundas. Durante décadas, la socialdemocracia y buena parte de la izquierda aceptaron el neoliberalismo como marco inevitable. En ese momento se consumó la traición: millones de trabajadores, de jóvenes, de sectores populares se sintieron despojados de una representación real. La extrema derecha se instaló entonces como el único discurso de ruptura, ofreciendo identidades cerradas, soberanías ficticias y seguridades ilusorias. Es un relato pobre y excluyente, pero conecta con el dolor social de quienes han visto arrasados sus derechos. La salida no puede consistir en imitar ese relato, sino en reconstruir un horizonte emancipador: redistribución radical de la riqueza, democracia participativa, internacionalismo, justicia social y ecológica. En otras palabras, devolver a la política la capacidad de nombrar el futuro.
Mientras se deshilacha la posibilidad de una alternativa anticapitalista, o de democracia avanzada (lo que se llamó «el renacimiento latinoamericano» después de la victoria de Chávez en las presidenciales en Venezuela), se vislumbra la amenaza de una nueva internacional fascista, con modulaciones variadas. ¿El «modelo» europeo se está imponiendo también en América Latina?
El ciclo progresista latinoamericano, que algunos llamaron “renacimiento” tras la victoria de Chávez en 1998, abrió un horizonte inesperado en medio del dominio neoliberal: la posibilidad de una democracia avanzada, popular, inclusiva, con soberanía y justicia social. Sin embargo, ese impulso inicial encontró rápidamente límites y resistencias: el sabotaje económico, los golpes blandos, la guerra mediática y también las contradicciones internas de los propios procesos. En ese vacío vuelve a emerger un peligro que creíamos desterrado: una internacional fascista con múltiples rostros —religioso, neoliberal, militarista—, que opera en red y con fuerte inspiración europea. América Latina, que tantas veces fue laboratorio de emancipación, corre el riesgo de serlo también de nuevas formas de autoritarismo. La batalla actual es por impedir que esa racionalidad excluyente se imponga como norma, y por recuperar la audacia de imaginar un proyecto histórico propio.
¿Qué análisis hace del «laboratorio Venezuela» a la luz de los nuevos ataques imperialistas a la revolución bolivariana, pero también desde el punto de vista de las fuerzas de la transformación? ¿Cómo se inserta este «experimento» en la historia del marxismo?
Venezuela sigue siendo el gran laboratorio político de nuestra época. Allí se intenta algo que el sistema global no tolera: combinar democracia participativa, soberanía nacional y redistribución social bajo un horizonte socialista. Por eso las agresiones no cesan: bloqueo, sanciones, asfixia económica, campañas de deslegitimación. Pero también allí se han visto las formas más creativas de resistencia popular: las comunas, la autogestión, la idea de poder desde abajo. En la historia del marxismo, la experiencia bolivariana representa un intento de actualización: no repetir dogmas, sino injertar la tradición emancipadora en las realidades latinoamericanas, con Bolívar, con Chávez, con los pueblos originarios y con la memoria insurgente del continente. Es un proceso inacabado y lleno de tensiones, pero es también una prueba de que el marxismo no está muerto: muta, se reencarna, busca nuevas síntesis.
Los aparatos ideológicos de control son cada vez más sofisticados. A la guerra de IV y V generación, se acompaña la guerra cognitiva, como vemos con el genocidio en Palestina —el genocidio más televisado y al mismo tiempo el más ocultado—, pero también con la agresión a Venezuela. Y sin embargo, también vemos que, con la llegada de Trump, el ataque a los sectores populares y a las visiones que los han querido representar en el siglo pasado (el socialismo y el comunismo) es directo y frontal. ¿Cómo debemos interpretar todo esto?
Vivimos en una época en la que la dominación ya no se ejerce solo con armas y ejércitos, sino con narrativas y dispositivos de control mental. La guerra de cuarta y quinta generación, la llamada “guerra cognitiva”, consiste en modelar percepciones, fabricar consensos, naturalizar injusticias. Palestina es el caso más brutal: un genocidio transmitido en directo y, al mismo tiempo, ocultado bajo capas de manipulación mediática. Lo mismo ocurre con Venezuela y con cada proceso que desafíe el orden imperial. El trumpismo, y fenómenos afines en otras latitudes, no hacen sino desnudar esta lógica: el ataque frontal a los sectores populares y a las memorias de emancipación (el socialismo, el comunismo, las luchas obreras, feministas o anticoloniales). Lo que se busca es extirpar la idea misma de alternativa. Nuestra tarea es precisamente la contraria: preservar la memoria, sostener las resistencias y mantener viva la imaginación política de otro mundo posible.
A 100 años del nacimiento de Fanon, de Malcolm X y de Lumumba, ¿el Sur global, Palestina y África en particular (pienso especialmente en el Sahel) todavía necesitan su mensaje? ¿Tiene razón el socialismo bolivariano al apostar por la posibilidad de construir hoy al hombre y la mujer nuevos sin destruir lo que lo impide? ¿O hay que volver al machete?
A un siglo del nacimiento de Franz Fanon, Malcolm X y Lumumba, su mensaje sigue siendo imprescindible. Fanon nos enseñó que la colonización no solo ocupa territorios, sino también conciencias, y que la liberación debe ser material y psicológica al mismo tiempo. Malcolm encarnó la dignidad radical frente al racismo estructural. Lumumba simbolizó la soberanía africana en un mundo partido en bloques. Hoy, en Palestina, en África y en el Sur global, esas lecciones son vitales: sin emancipación cultural, no hay emancipación política. El socialismo bolivariano, al hablar del “hombre y la mujer nuevos”, retoma esa tradición: la de transformar al ser humano en el proceso mismo de la lucha, no después. No se trata de “volver al machete” como pura violencia, sino de reconocer que ningún proyecto emancipador puede florecer sin desmontar los dispositivos de opresión que lo asfixian. El desafío sigue siendo el mismo: liberar al ser humano en su totalidad.
(*) Nota Resumen Latinoamericano de 6 septiembre, 2025