15/10/2025 - Edición Nº1870

Trabajadores | 26 sep 2025

La liberacion o dependencia

Santificado sea tu nombre

Paralizada en una esquina la única fuerza política con la capacidad de sublevar al pueblo para afrontar una lucha de liberación nacional y con la tropa militante ocupada con la defensa de los símbolos, no se avizora una opción viable para suplantar con un proyecto político a Milei en el acelerado proceso de descomposición de su régimen. El nombre de Cristina Fernández ha sido santificado por una parcialidad que no permite cuestionamientos ni exigencias por una definición, dando como resultado la indefinición por antonomasia en medio a un entorno caótico y potencialmente disolvente. Y en los intersticios de esa locura un grupo de caudillos del interior previamente pactados con el poder fáctico prepara la maniobra para la entrega final de la soberanía a los pies del imperialismo globalista.


Por Mustafá Ibrahim

Algún ocurrente decía, en los tiempos dorados del kirchnerismo que fueron los inmediatamente posteriores a las elecciones del año 2011, que podía aparecer en los medios un video en el que se viera a Cristina Fernández maltratando a un tierno cachorrito y ni siquiera eso sería suficiente para hacer caer la fe de los cristinistas en su liderazgo supremo. Aquellos fueron los años del fallecimiento de Néstor Kirchner y del arrollador triunfo electoral que tuvo lugar un año después del lamentable deceso, fueron los años del “vamos por todo” apoyado con una economía nacional rebosante, una mayoría sólida en el parlamento y un consenso social indiscutible. La década ganada estaba a punto de terminar, pero nadie lo sabía entonces. Para esos días la generalidad de la opinión pública pensaba (o no pensaba en absoluto, solo disfrutaba) que los tiempos de prosperidad iban a durar aún mucho más, aunque no fue el caso.

Esos fueron los años de máxima claridad con la recuperación del patrimonio nacional en marcha, la introducción de programas sociales orientados a convertir el crecimiento económico en justicia social y un discurso certero que señalaba a los poderes fácticos globales como el verdadero enemigo del pueblo-nación. En esos días, la militancia y los simpatizantes kirchneristas no perseguían al de a pie por sus convicciones personales “de derecha”, no perdían el tiempo escrachando “machos”, “fachos” ni “homofóbicos” en las redes sociales. La lucha era contra la JPMorgan, los fondos buitres, Shell, el poder económico real de un modo general. Todo estaba claro en un sentido nacional-popular de tercera posición: el pueblo estaba representado políticamente por una fuerza que avanzaba, al menos desde el discurso, que ya es una gran cosa en estos casos, hacia la liberación nacional.

Pero algo pasó. A partir de las elecciones de medio término de 2013 y el consiguiente ajuste con devaluación de enero de 2014 todos los artífices de la década ganada fueron desplazados de sus cargos en el gobierno y en su lugar fueron designados progresistas y socialdemócratas que lógicamente cambiaron la orientación de las políticas del Estado y el discurso público que las legitimaba. Más o menos de la noche a la mañana entre octubre de 2013 y enero de 2014, los mismos intelectuales que habían estado en la primera línea de combate y denuncia a las corporaciones del poder fáctico global empezaron a decir que eso era “conspiranoia” y que el verdadero enemigo era la “derecha”, entendida esta como cualquier expresión que no estuviera perfectamente alineada con esa pretendida superioridad moral progresista en términos de comportamiento, raza, religión, sexualidad o cualesquiera otros asuntos bien alejados de la discusión por los pesos y centavos.

De un proyecto político liberador del pueblo-nación se pasó directamente a uno moralizador de los individuos que se negaban a repetir los dogmas de esa nueva izquierda resultante de la caída del Muro de Berlín, de aquellos comunistas arrepentidos que tomaron el control del gobierno cristinista en 2014. Casi nadie hizo preguntas porque casi nadie entendió qué había pasado y, en realidad, muy pocos entendían que algo pasaba. Pero ahora, tras una década de esa metamorfosis, es posible entender que el modelo económico de consumo se había agotado y se requería avanzar a la siguiente etapa, que es la de la industrialización de la economía para sustituir las importaciones e impedir la dilapidación de las reservas en el sostenimiento de un consumo interno que estaba muy acelerado. El argentino consumía mucho y casi todo era importado, razón por la que los dólares del Banco Central llegaron a ser insuficientes para acompañar ese ritmo.

Lo diría en un sincericidio ese representante de los intereses de los de arriba y de los de afuera, el economista Javier González Fraga: “Hicieron creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse a vacacionar al exterior”. González Fraga tiene en su cabeza el modelo agroexportador sin valor agregado que no genera puestos de trabajo, el modelo semicolonial. Y en vez de decir que era necesario industrializar para sostener el consumo de celulares, plasmas, autos, motos y vacaciones en el exterior, dijo brutalmente que había que terminar con esa fiesta. Pero González Fraga tenía razón en que el modelo de consumo no puede sostenerse en una matriz económica agroexportadora, de un modo objetivo la tenía. El problema es que no dio el diagnóstico para curar al paciente, sino para aplicarle la eutanasia.

Esa es la naturaleza de los gorilas y los cipayos, allá ellos. El asunto es que el modelo de consumo de la década ganada estaba agotado porque los ingresos por las exportaciones del agro hacia 2013 ya no eran suficientes para afrontar los costos de las importaciones de las manufacturas que el argentino consumía y los viajes al exterior. Y entonces había que avanzar con la siguiente etapa del plan de liberación nacional que era precisamente cortar con la matriz agroexportadora, apostar a la industrialización del país y sostener así los niveles de consumo sin la necesidad de sacrificar todos los dólares del Banco Central. Pero ahí el poder fáctico dijo no. Hasta allí el kirchnerismo había sido una oposición a las corporaciones en el discurso y eso puede tolerarse hasta cierto punto, pero cuando debió tomar la decisión de enfrentar al poder fáctico en la práctica vino el golpe.

El poder fáctico le permitió entonces a Cristina Fernández que estuviera dos años más sentada en el sillón con el gobierno intervenido por aquellos progresistas, he ahí el golpe. Los progresistas son empleados de las élites globales por izquierda y vinieron a correr el debate de la cuestión de pesos y centavos hacia los asuntos de moral. La propia Cristina Fernández se vio obligada a cambiar su discurso, pues impedida de hablar de una agenda nacional que ya no iba a poder concretar políticamente, necesitó dedicarse a los pañuelitos verdes y demás nimiedades para sostener la fe de la tropa alrededor de alguna mística. De ahí la Cristina Fernández “progresista” que se vio a partir de 2014 y más fuertemente durante el régimen macrista y en adelante. Por eso es fundamental comprender que el golpe al modelo de consumo kirchnerista vino primero por izquierda en la forma sutil de una intervención.

Luego vendría el golpe por derecha propiamente dicho. Llegando a las elecciones de 2015 con el modelo ya agotado y sin sucesor claro para hacer lo que tampoco estaba muy claro, naturalmente el kirchnerismo se dejó atropellar por Mauricio Macri. Tal vez en su cabeza, Cristina Fernández haya pensado que cuatro años de shock de realidad a lo González Fraga habrían de generar en las mayorías una conciencia acerca de las bondades del modelo de consumo y es muy probable que eso haya sido efectivamente así, puesto que Macri fue derrotado por el cristinismo a los cuatro años. Pero ya no iba a poder volver el modelo de consumo agotado y aquel triunfo electoral dio como resultado lógico un albertismo que solo pudo hacer de continuador del macrismo en términos de política económica —inflación, timba financiera y endeudamiento— matizado con asistencialismo social, los famosos bolsones de alimentos para contener a la turba.

En una palabra, el problema que tenía Cristina Fernández en 2013 es el mismo que tiene ahora, a saberlo, que la política económica con la que se elevó a la conducción de un importante sector de la sociedad ya está agotada y no puede volver a aplicarse, no hay forma de hacer un modelo de consumo en una matriz productiva primarizada porque las reservas no alcanzan. Néstor Kirchner lo pudo hacer porque se alinearon los planetas: a los precios internacionales récord de la soja se sumaron el apoyo de una Venezuela en pleno auge de los precios internacionales del petróleo, las aspiraciones de consumo del pueblo por el piso y, lo que es más importante, la inexistencia de los niveles de endeudamiento que existen hoy y son una aspiradora de dólares por la canaleta del pago de intereses.

El mundo y el país de 2003/2013 ya no existen, son una entelequia. De llegar hoy al gobierno, un hipotético Néstor Kirchner habría hecho cualquier otra cosa menos lo que hizo en 2003, simplemente porque las condiciones son otras. Los dirigentes políticos, al igual que los futbolistas, adaptan su estilo de juego a las condiciones del terreno. La idea de una economía en expansión por consumo, la propia esencia del kirchnerismo, dejó de ser viable y, en consecuencia, también es inviable el propio kirchnerismo como tal. A menos, claro, que a la categoría “kirchnerismo” se le haga una doble hermenéutica, vaciándola de su sentido original y volviendo a llenarla con un contenido distinto. Eso fue exactamente lo que se hizo a partir del 2013 con la metamorfosis progresista y el resultado es la peor de las derrotas: la que se obtiene tras abandonar los propios principios.

El nombre de Néstor Kirchner y luego el de Cristina Fernández fueron santificados por un logro que se dio en unas condiciones que ya no existen, pero la fe en lo que es santo no desaparece así nomás. Existe toda una multitud de creyentes cuyo horizonte redentor es la reedición de aquella década ganada en la que un laburante no solo llegaba cómodo a fin de mes, sino que además se daba algunos gustos e incluso accedía a ciertos bienes de consumo que hoy son exclusivos de una llamada clase media alta muy poco numerosa. Cristina Fernández simboliza para estos creyentes esa fe en un modelo económico que ya no puede ser porque el poder fáctico global ha resuelto en 2013 que la Argentina debía volver a su lugar de país de tercer mundo y semicolonia agroexportadora y los dirigentes aquí dijeron amén.

Los creyentes no entienden esto ni podrían entenderlo por la simple razón de que la única con la capacidad de explicarles la situación es la propia Cristina Fernández y ella, al haber sido santificada, existe únicamente en ese estado de santidad, no va a sincerarse frente a los suyos explicándoles que ha sido primero condicionada y luego puesta de rodillas por un poder muy superior al de la política. En realidad, bien mirada la cosa, ella ha intentado innumerables veces decirlo cada vez que en algún discurso o entrevista afirmó que el poder real de un presidente es como máximo del 25%. Pero sus fieles seguidores prefieren no escuchar esas palabras y siguen creyendo que una señora de 72 años atosigada por una infinidad de causas penales y actualmente detenida en una de ellas renacerá milagrosamente cual ave fénix a restaurar un proyecto político que dio lo que tenía que dar y luego se agotó en sí mismo.

El problema político de la Argentina está ahí, está en que Cristina Fernández es el símbolo viviente y último de no se sabe bien qué cosa. No tiene una doctrina propia, un programa político fijo y realizable, nada concreto. Es la máxima expresión del voluntarismo y de una fe abstracta. “Con Cristina estábamos mejor”, dice el fiel seguidor cristinista y con mucha razón, esa es una verdad objetiva a la vista de todo lo que vino después de diciembre de 2015. Y sin embargo el problema persiste porque el objeto de la política es el presente, no el pasado. ¿Qué puede hacer Cristina Fernández en el presente, aquí y ahora, para que mejoren las condiciones de existencia del pueblo-nación argentino?

La pregunta no es retórica y refiere a eso de la falta de una doctrina y de un proyecto político concreto. ¿Qué haría Cristina Fernández en el hipotético caso de que en las próximas semanas se le hiciera la gran “Lula” da Silva, se le anulara la condena judicial y se la recondujera a la presidencia? Está claro que el modelo de consumo sin industrialización ya no es posible porque no están los dólares de la soja y los pocos que puede haber en la caja del Banco Central serán aspirados sin clemencia por los intereses de la monumental deuda externa. No va a poder haber consumo, no hay dólares para afrontar el costo de las importaciones y no hay aparato industrial nacional para sustituirlas. Argentina no es Brasil en un sentido de resiliencia económica y además es un país hoy condicionado por un endeudamiento fenomenal que excede por mucho su capacidad de pago. ¿Cuál sería el plan?

No lo hay y la prueba de ello es la presidencia de Alberto Fernández. Con la sola desilusión del macrismo el cristinismo capturó el poder en el Estado en 2019, tan solo para dejar pasar la oportunidad de redención y encima quedar pegado con un fracaso igual de grande. No había plan entonces y tampoco lo hay ahora, quizá (o muy seguramente) porque no es posible un plan que no implique el humillante reconocimiento de la derrota de la causa nacional a manos del poder fáctico global y todo un periodo de austeridad que no cuadran con la épica cristinista. Si para triunfar otra vez Cristina Fernández tiene un plan que no sea el del modelo de consumo sin industrialización de la década ganada —que ya es inviable, como se ve— entonces debió haberlo aplicado en 2019 al arrebatarle el poder en el Estado a Macri.

Pero no, el régimen albertista con Cristina Fernández en la vicepresidencia fue una nave a la deriva que debió ser rescatada por Sergio Massa para llegar averiada al puerto de las elecciones de 2023. No se aplicó ningún plan, ni bueno ni malo. Ninguno. Al que aduzca el facilismo de que ese no fue su gobierno habrá que preguntarle entonces por qué lo hizo, por qué ungió a Alberto Fernández como candidato en vez de presentarse ella misma para que el gobierno fuera suyo en primera persona. “No ganaba las elecciones, mucha gente no la quiere votar porque la odia”, retrucará el facilista y puede ser, aunque de eso se desprenden otras preguntas. ¿Por qué habría de ganar las próximas elecciones si ya en 2019 era invotable? ¿O es que en realidad piensa ungir a otro Alberto Fernández y “después vemos qué hacemos” con el problema nacional?

 

Nada tiene sentido, ninguna hipótesis conduce a un escenario de triunfo político y redención. ¿Y entonces para qué? No se sabe, es “el arte de vivir de la fe y sin saber con fe en qué”, como en esa pieza musical clásica de la cultura de Brasil que es Inundados. Y el problema político de Argentina es, actualmente, que el peronismo como única fuerza política con la capacidad de sublevar al pueblo para afrontar una lucha de liberación nacional está paralizado en una esquina, la de San José al 1100. Los dirigentes peronistas no saben qué hacer con eso, a ninguno se le cae una idea y es probable que estén todos muertos de miedo, disciplinados precisamente por lo que le sucedió a la propia Cristina Fernández. No hay sublevación, la tropa a la vigilia debajo del balcón, los dirigentes a decirle que sí a todo lo que el poder real imponga y el pueblo a joderse.

El nombre de Cristina Fernández está santificado y todo lo aquí descrito es herejía, es blasfemia y es pecado. La fe tiene misterios y lógicamente no admite cuestionamientos. La política convertida en fe no es política, no hay política sin cuestionar y criticar. Y el resultado de esta cuenta que está a la vista del que la quiera observar es que la solución al problema nacional es ninguna en absoluto mucho más allá de si el régimen mileísta subsiste o se derrumba. El peronismo como fuerza capaz de sublevar al pueblo para la lucha por la liberación nacional está paralizado y ha sido neutralizado, reconvertido en un progresismo estéril cuya única finalidad es la defensa de los símbolos y de los santos. Milei se derrumba más temprano que tarde y nadie, pero nadie se atreve a decir qué hacer para llenar el vacío que va a quedar en medio al caos de la herencia mileísta.

El problema nacional es por lo tanto irresoluble porque la mayoría popular sufre en silencio por ser naturalmente muda y la militancia —en ambos lados de la grieta— está interesada únicamente en sus propias agendas de defensa de los símbolos. Los mileístas a repetir como loros que “viva el ajuste y la maldad, carajo” y los cristinistas a exigir la exención de condena judicial para la jefa. Y en el medio un contubernio de gobernadores previamente pactados con el imperialismo asoma como una “solución de compromiso” que será la propia capitulación de la causa nacional. El escenario está a pedir de boca para quienes tienen el interés de recolonizar el séptimo territorio más extenso y uno de los más ricos del mundo. La política es fe, los dirigentes son santos o son demonios y en medio a la farsa nadie se ocupa de intentar evitar una derrota que, a esta altura, parece ya cantada.

A la tropa no le va a gustar, pero la verdad no teme ni ofende. Y alguien la va a tener que decir algún día.

Nota 22 de septiembre de 2025-De la página web Hegemonia.

 

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